La Revolución de 1868 que destronó a Isabel II y el posterior Sexenio Revolucionario supusieron un gran resurgimiento del carlismo, que empezó a participar en la política parlamentaria. Por su defensa de la monarquía tradicional y la unidad católica, los llamados neocatólicos, antiguos isabelinos, se integraron definitivamente en el partido carlista, que adquirió el nombre de Comunión Católico-Monárquica. La revitalización de la causa legitimista se mostró en la creación de periódicos carlistas en la mayoría de las provincias de España, entre los que destacaron en Madrid junto al veterano La Esperanza La Regeneración, El Pensamiento Español y el satírico El Papelito.
Por primera vez los carlistas concurrieron oficialmente a unas elecciones, y en las constituyentes de 1869 obtuvieron una veintena de escaños. El 30 de junio de 1869 el pretendiente publicó una Carta-Manifiesto, conocida como «Carta de Don Carlos a su hermano Don Alfonso», en la que manifestaba que aspiraba a reinar en España y no a ser el mero jefe de un partido. Esta carta, redactada por Antonio Aparisi y Guijarro, que se convertiría en uno de los más íntimos colaboradores del pretendiente, fue reproducida por la prensa carlista, repartiéndose centenares de miles de ejemplares en hojas volanderas. Don Carlos quiso distanciarse de la idea de oscurantismo y absolutismo que muchos españoles asociaban al carlismo, y manifestó que no pretendía volver al pasado; quería dar libertad a la Iglesia y mantener los concordatos con la Santa Sede conculcados por el gobierno revolucionario, pero no deshacer las desamortizaciones; se proponía mantener la unidad católica, pero no restaurar la Inquisición, pues todo español debía ser un rey dentro de su casa. Su objetivo era establecer un gobierno genuinamente español, levantado, según el pensamiento de Balmes, sobre las bases antiguas, con una ley fundamental y Cortes representativas, pero sin partidos políticos.
En el programa de gobierno del pretendiente, los municipios y diputaciones debían tener amplia autonomía administrativa; la propiedad legitimada debía ser intangible y el trabajo debería estar regulado con índices mínimos de retribución, leyes de retiro y seguro. En cuanto a la libertad de pensamiento y expresión, debía aceptarse sin restricciones todo progreso científico y ventaja cultural del extranjero, pero cerrarse absolutamente las fronteras «a la propaganda disolvente, antisocial, criminal o herética». De acuerdo con Aparisi y Guijarro, con estas ideas de Don Carlos, se podía formar una constitución veinte veces más liberal y menos imperfecta que la que hilvanarían Prim, Serrano y Topete. No obstante, según Arturo Masriera, a pesar del lenguaje sincero, tolerante y atractivo de Don Carlos, pocos se enteraron de aquel programa y los liberales mantuvieron su imagen altamente negativa sobre el carlismo.
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